Otra de las muchas cosas que me gustan de mi nueva vida es montarme en los autobuses para moverme por la ciudad. En ellos hay tal diversidad de personas, tal diferencia entre unos y otros, que me parece algo de lo más cosmopolita que últimamente he encontrado por aquí.
Me gusta entrar a las ocho menos diez y dirigir la primera mirada hacia el conductor. A veces parece cansado, hastiado o incluso enfadado; otras, sin embargo, se muestra feliz y agradable. Algunos son jóvenes y guapos; otros les sacan diferencia de edad a éstos, y muestran experiencia en el ámbito. Si el chófer está alterado o un poco enojado, ten cuidado, porque puede cerrar las puertas antes de tiempo y, si te pilla desprevenido, te quedas a medias y no consigues bajar del vehículo sin que antes te haya cerrado las puertas dejando entre ellas algún miembro de tu cuerpo. Hay conductores que te hablan con desgana si eres inexperta y le preguntas, y hay quien hasta te sonríe. Para aquellos que hacen lo último; gracias. Es de agradecer que alguien muestre su humor desde tan temprano cuando ni siquiera tú tienes ganas de corresponderle, pero lo haces. Para los que no lo hacen, todo irá bien.
Tras este examen exhaustivo, paso a observar la parte trasera del autobús. Allí se suelen ver caras tan variopintas y tan diversas casi como las que puede mostrar el conductor. Hay quien está sentado, y hay quien prefiere quedarse en pie para que su asiento lo ocupe alguien que lo necesite más, o simplemente no hay sitio disponible para él. Hay estudiantes somnolientos, trabajadores preocupados, mujeres pensativas y hombres despistados. Algunos leen el periódico a la vez que escuchan música, otros hacen ambas cosas por separado, y otros leen un libro o estudian para un examen que, probablemente, tengan que hacer en unas horas.
A veces me toca quedarme en pie, y ahí entro en contacto de lleno con el entorno, y viceversa. Me aferro con fuerza a las barras para intentar mantener el equilibrio y sobrevivir a las incesantes frenadas del vehículo. Entonces alguien se acerca y pone su mano casi rozando la tuya; y sientes proximidad, y lo agradeces. Otros se limitan a apoyarse en las ventanas o en cualquier otro instrumento, y en una de esas rápidas frenadas, caen sobre ti con un tímido “perdón”.
Hay muestras de generosidad también. Si ves a alguna persona mayor, automáticamente te levantas y le cedes el asiento. Normalmente, te responden con un “gracias” y entonces observas, cuando se sientan, que realmente están agradecidos. Se agarran al pasamanos y lentamente bajan hasta estar sobre tierra firme. Notas que su cuerpo hace gran esfuerzo para conseguir doblar sus rodillas y es cuando te dirigen una mirada desde su posición y seguidamente, una experta sonrisa. Sus arrugas cambian de lugar y las líneas de sus ojos se hacen más profundas que antes. Pero comienzas a sentirte bien.
Hay otros, en cambio, que prefieren ir en pie aunque tú te levantes para dejarles paso a ellos. Supongo que así se sienten mejor dentro de su vejez, y es una manera de suplir la tristeza psicológica a la que se enfrentan diariamente. Así pueden sentirse jóvenes, una vez más.