Casualmente, me encontré con ella por uno de los pasillos del Musée d'Orsay. Parecía esconderse de mí y de todos los amantes del arte que aquel día había allí. En ese instante me enamoré. Mi primer amor platónico, artístico e incompresible. De haber sabido antes de su existencia, habría permanecido a sus pies durante horas.
Cuatro metros se alzaban por encima de mí, compensando por cinco y medio a mis lados. Óleo sobre lienzo y emociones. Me enamoré de algo más que un cuadro, una obra maestra de la talla de la Divina Tragedia, salida de la mano de Paul Chenavard.
Cómo la gente podía pasar delante de tal belleza sin pararse siquiera a admirarla.
Toda una historia de dioses y mortales resumida en una obra de arte, pero de arte de verdad.
Un extracto de la obra de Dante que ha dado lugar al más bello espectáculo humano. Un punto donde han llegado a confluir todas las religiones, sus historias, sin crítica ni desprecio. Un marco incomparable habitado por la Santísima Trinidad, la Muerte, la Justicia y la Libertad. Los ángeles y Medusa, petrificando con su mirada. Adán y Eva a un lado, Prometeo castigado y encadenado. Hércules cabalgando a Pegaso, nacido de la sangre de Medusa. Cibeles como diosa de la Madre Tierra, y las últimas flechas hacia Cristo de la mano de Diana. Thor y su martillo a la derecha; tríada de Baco, el Amor y Venus. Mercurio sujeta a Pandora, desvanecida tras abrir la caja del mal.